23 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO” (1984) Jim Jarmusch

 

(Obviamente no comparto su opinión, es la película que cambió mi forma de ver el cine, pero es tan transparente en sus odios, en sus limitaciones formales, que sirve para aclararte a ti mismo porqué algo te gusta, justamente lo que ella no logra comprender, disfrutar)




     Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch, que fue galardonada en Cannes este año y recibió una entusiasta acogida por la prensa en el reciente Festival de Cine de Nueva York, es una película que gusta fácilmente. Jarmusch, joven guionista y director estadounidense, utiliza una estética minimalista para lograr efectos cómicos discretos. La película es en blanco y negro, y cada escena es una sola toma seguida de un apagón. Así, cada momento de acción (o de estancamiento, como ocurre en la mayoría de los casos) está separado, discriminado, y los tres anómicos personajes principales -morosamente inexpresivos- están en el mismo plano. Son como drogadictos, pero sin drogas; están drogados con su propia apatía. También son -y esto es lo que convierte a la película en una novedad popular del orden de la película de 1959 Pull My Daisy- bastante entrañables.

    La primera parte transcurre en el desnudo apartamento del Lower East Side de Willie (John Lurie), que se ve obligado a acoger a Eva (Eszter Balint), su prima de dieciséis años de Budapest, durante diez días. La broma aquí es la broma básica de toda la película. Está en lo que Willie no hace: no le ofrece comida ni bebida, ni le hace preguntas sobre la vida en Hungría o su viaje; no se ofrece a enseñarle la ciudad, ni siquiera a proporcionarle sábanas para su cama. Y es que Eva no espera ninguna cortesía. Willie es alto, flaco y cabizbajo, de labios anchos y nariz larga y aplastada, e incluso cuando está sentado en casa en tirantes viendo la tele lleva un pequeño sombrero de fieltro de ala estrecha sobre su triste cara de caballo. Willie tiene una mirada melancólica, canalla, se diría que no hay otra persona en el mundo como él. Entonces llega Eddie (Richard Edson), que pasa el rato con él, y que es como el gemelo narigudo de Willie, hasta con el mismo estúpido sombrerito, excepto que no es tan alto. Eddie es más sociable que Willie pero está aún más abajo en la escala lumpen. Willie apuesta a los caballos; Eddie apuesta en las carreras de perros. Estos dos salen a las frías calles a holgazanear, y en la película, en la que prácticamente no pasa nada, nos fijamos en la mirada pesarosa de Eddie. Cree que deberían llevarse a Eva, que es bastante guapa y, con su desganada forma de hablar (en las raras ocasiones en las que habla), parece encajar con el personaje. Pero Willie veta la idea. No muestra ninguna cordialidad hacia ella hasta poco antes de que se acaben sus diez días, cuando ella trae a casa algunos comestibles y cigarrillos; entonces le da la mano y le dice que está bien, se refiere a que es pobre y marginal, como él.

     La película es una picaresca punk. Eva, que nunca llega a ver más de Nueva York que la monótona y anónima zona donde vive Willie, se va a Cleveland para quedarse con la tía Lotte y trabajar en un puesto de perritos calientes. Y cuando, un año más tarde, Willie y Eddie cogen sus ganancias de póquer, piden prestado un coche y van a Cleveland a verla, todo lo que ven es un páramo helado, barrios bajos y desolación, y Eddie dice: "¿Sabes?, es curioso. Llegas a un lugar nuevo y todo parece igual". Cuando los hombres deciden ir a Florida, se llevan a Eva con ellos, se detienen en un motel de mala muerte en un tramo sombrío de la costa, y, sí, una vez más todo parece igual. Pero sólo en esta película, aunque juro que oí a alguien citar la frase de Eddie con aprecio, como si no fuera parte de un gag, como si hubiera algo profundo. Extraños en el paraíso es una película en la que nunca pasa nada; tiene algo de la misma languidez bombardeada de Trash de Paul Morrissey en 1970, pero sin sexo ni travestismo. Jarmusch presta más atención al encuadre, y en mantener la película formalmente fría.

     Las imágenes, como las vidas de los personajes, están tan vacías que Jarmusch hace que te fijes en cada pequeño y sucio detalle. Y esos apagones tienen algo del efecto de las pausas de Beckett: nos hacen mirar, escuchar, con más atención, porque sabemos que estamos bajo el control de un artista. Pero el mundo de delincuentes de Jarmusch en un sopor invernal es una historieta de Beckett. No hay terror bajo o alrededor de lo que vemos: la desolación es un gag. Y el afecto inexpresado de los tres personajes entre sí confiere a la película un carácter de pulp. Estos tres son una especie de cruce entre lo que el punk solía significar y lo que el punk ha llegado a significar. (Su falta de afecto parece tan pre-civilizado como post-civilizado). Eva, dura y desamparada, escucha el endiablado ritmo de la canción de Screamin' Jay Hawkins "I Put a Spell on You", y sólo quiere un poco de sol y compañía, y a los hombres les gustaría dársela, pero no saben cómo. La película atrae por su utilización de un estilo absurdo para mostrarte a gente que camina por sus vidas sin esperar casi nada. Además te atrapa por sus esfuerzos para acercarse los unos a los otros. Frescura punk más destellos de calidez y un final deprimente demasiado tierno, que no es un crimen estético, pero tampoco es para tanto.

     Extraños en el paraíso tiene un encanto extraño y despreocupado; es divertida. Pero levemente divertida -minimalismo de perro vagabundo- y no tiene suficientes ideas (o risas) para sus noventa minutos de duración. Tiene su propia mirada -lo que es un verdadero logro- pero no es tan entretenida como la desordenada Repo Man. Jarmusch (que recaudó 120.000 dólares para hacer la película) y su director de fotografía, Tom DiCillo, claramente saben lo que están haciendo, y la idea de hacer escenas de una sola toma para transmitir la anomia cómica es muy astuta, pero el formato resulta cansino. Cuando los dos payasos se dirigen a Cleveland y los vemos durante su lúgubre y húmedo trayecto, no hay variedad, no hay alivio de la tristeza. Es un viaje largo y aburrido. Por momentos todo lo que se puede admirar de Jarmusch es su implacabilidad en mantener la mirada abatida y vacía. En sus mejores momentos, tiene un tempo irracional, instintivo, que puede pillarte desprevenido y hacerte reír a carcajadas, como me pasó a mí con la escena en la que Willie y Eddie juegan a las cartas con la decrépita vieja tía Lotte (Cecillia Stark), cuando anuncia en voz alta: "Soy venerable". Pero para pensar que Extraños en el paraíso es una película sorprendente tendrías que sintonizar su minimalismo tan pasivamente como tus expectativas. La película está tan encorsetada que da la sensación de ser una comedia de Europa del Este; es como una comedia de privación sensorial.




22 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EL GATOPARDO” (1963) Luchino Visconti



     Es profundamente satisfactorio ver, por fin, la magnífica película de Luchino Visconti de 1963 “El gatopardo” en italiano, con subtítulos, y en todo su metraje, tres horas y cinco minutos. Había sido recortada a dos horas y cuarenta y un minutos cuando se estrenó en este país, en una versión doblada al inglés que no siempre parecía estar sincronizada, y con el color brillando en formas muy variables y desorientadoras. Ahora la película tiene su forma completa, y no podría haber llegado en mejor momento. Las nuevas películas, especialmente las nuevas películas americanas, han llegado a un punto muy bajo. Y aquí tenemos una obra de un tipo que ya rara vez vemos: una gran epopeya popular, con obvias similitudes con Lo que el viento se llevó. Ambientada en Sicilia, a partir de 1860, es Lo que el viento se llevó con sensibilidad, una sensibilidad casi chejoviana. No tiene los personajes centrales activos que tiene la epopeya americana; no hay una Scarlett o un Rhett. Pero tiene un héroe a gran escala: Don Fabrizio, Príncipe de Salina, interpretado superlativamente bien por Burt Lancaster. Y es mucho mejor haciendo el tipo de cosas que hizo Lo que el viento se llevó: mostrar cómo los acontecimientos históricos afectan a las vidas de las clases privilegiadas, que puede hacerte avergonzar un poco de Hollywood. Lo que el viento se llevó es, por supuesto, una magnífica pieza de entretenimiento; El gatopardo es tan bella que evoca toda una cultura. Lanza un hechizo inteligente, inteligente y arrebatador.

     La epopeya de Visconti se basa en la novela póstuma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, un príncipe siciliano empobrecido, como su héroe. (El escudo de armas de Lampedusa llevaba un gatopardo). Sin embargo, la película no es lo que normalmente llamamos "novelística"; todo nos llega físicamente. Visconti sugiere los pensamientos y sentimientos de Don Fabrizio con barridos a través de las texturas de su vida. Las telas, los uniformes militares, los muebles oscuros y pesados, los enormes palacios, con sus terrazas y amplias escaleras de mármol, y los áridos y duros paisajes en los que se ambientan. Burt Lancaster siempre ha sido un actor muy físico, y este es un papel sumamente físico. Conocemos al Príncipe por su porte noble y la seguridad de sus gestos, que nunca son inútiles. Se siente cómodo con la autoridad; se puede creer que es el resultado de siglos de crianza aristocrática. Hay grandeza en la interpretación, que Lancaster ha reconocido inspirada en el propio Visconti (que, aunque no era siciliano, era un conde cuyos títulos familiares figuraban entre los más antiguos y nobles de Europa). No se trata sólo de que el Príncipe esté en sintonía con su entorno. Se han formado el uno al otro: él y el palacio de Salina a las afueras de Palermo son uno.

     Las propiedades del Príncipe han menguado, el dinero escasea, pero él
mantiene las tradiciones familiares. No es un romántico, es realista. Protegerá los valores aristocráticos mientras pueda, y hará todo lo posible para proteger el futuro de la familia Salina, su mujer y sus siete hijos, su sobrino y el sacerdote de la casa y todos los demás asistentes. Él se pliega a los tiempos sólo lo necesario. En 1860, Italia estaba en medio de una revolución. Garibaldi y sus seguidores, los Camisas Rojas, intentaban unificar Italia y liberar el sur y Sicilia del dominio Borbón. El sobrino favorito del Príncipe, el galante y enérgico Tancredi (Alain Delon), se une a Garibaldi con la bendición del Príncipe y una pequeña bolsa de su oro, el Príncipe comprende que los Borbones caerán. Es un hombre con pocas ilusiones, un hombre sensato que sufre a estúpidos todo el tiempo y trata de amortiguar su impaciencia. Cuando Garibaldi desembarca en Sicilia con un ejército de unos mil hombres, y hay escaramuzas en las calles de Palermo, la neurasténica esposa del Príncipe (Rina Morelli) se asusta histéricamente, es una caprichosa, y él, reconociendo que pueden estar en peligro, la pone a ella y a su prole a salvo en las propiedades familiares al otro lado de la isla, en Donnafugata. Por el camino, los sirvientes preparan un picnic: extienden un gran mantel de lino blanco y vajilla, y plato tras plato, mientras los mozos se ocupan de los caballos. (Corot debería haber sido invitado.) En Donnafugata, el Príncipe dirige la procesión de su gente, cansada y cubierta de polvo del camino, a la catedral. Sentados en los bancos de la familia Salina, parecen cadáveres muertos.

     La película trata sobre la traición a la revolución democrática de Garibaldi, y sobre la obstinación de oportunistas como Tancredi. ("Negro y delgado como una víbora" fue como le describió Lampedusa). Tancredi construye su reputación de luchador heroico mientras es oficial de los Camisas Rojas de Garibaldi, pero en cuanto el poder pasa a manos de los terratenientes de clase media, dominados por la mafia, cambia de bando, se pone el uniforme del nuevo rey, su rey, Víctor Manuel II, de la Casa de Saboya. Ni siquiera parpadea cuando oye los disparos que marcan la ejecución de los últimos de las tropas leales a Garibaldi. El joven Delon es quizás demasiado ligero para el papel. Con sus rasgos uniformes, dientes pequeños y mejillas suaves, es un objeto de arte muy bonito, perfectamente esculpido. Sería una figura fina y ágil en una opereta, pero no tiene la emoción o la fuerza para dar a las acciones de Tancredi el peso que podrían haber tenido. (Este Tancredi es tan superficial como ese otro oportunista que es Scarlett). Pero la película trata esencialmente del Gatopardo y cómo reacciona ante los cambios sociales.

     Lancaster es el centro de atención de la película. Vemos cada cosa que sucede a través de los ojos de Visconti, por supuesto, pero sentimos que estamos viéndolo a través de los ojos del Príncipe. No podríamos estar más cerca de él si estuviéramos dentro de su piel, en cierto modo, lo estamos. Vemos lo que él ve, sentimos lo que siente; sabemos lo que hay en su mente. Está encariñado, y un poco envidioso, de Tancredi, con su juventud y brío. El Príncipe sólo tiene cuarenta y cinco años, pero cuarenta y cinco era una edad madura a mediados del siglo XIX, ha percibido cuál será el resultado de la revolución: los acaparadores más despiadados llegarán a la cima. Hay un espécimen despreciable de la raza, el rico y poderoso alcalde de Donnafugata, Don Calogero (Paolo Stoppa), ansioso por ascender en la sociedad. El príncipe tiene una hija que está enamorada de Tancredi, pero el Príncipe comprende que esta hija, primitiva y reprimida, como su esposa, está demasiado sobreprotegida para ser la esposa que Tancredi necesita para su importante carrera pública. Y Tancredi, que no tiene nada más que su título principesco y su encanto desenfadado, necesita una esposa que le proporcione una fortuna. Y así, cuando Tancredi queda prendado de la equilibrada y sensual hija de Don Calogero, Angelica (la joven y exuberante Claudia Cardinale, lamiéndose demasiado los labios), el Príncipe organiza la boda. (Todo esto se presenta de forma muy convincente, y probablemente sea una tontería poner objeciones a una obra maestra, pero dudo que un padre cariñoso, y especialmente uno privado de sensualidad en su relación con su esposa, esté tan libre de ilusiones sobre su hija. Y me pareció que estaba más aislado de sus hijos, uno de los jóvenes es interpretado por el jovencísimo Pierre Clementi, que tiene cara de pasiflora, de lo que estaría de un hombre de su temperamento, cualquiera que fuera su rango).

     Iluminada por el justamente célebre director de fotografía Giuseppe Rotunno, la película está llena de secuencias maravillosas y fluidas: las apresuradas despedidas de Tancredi de la familia Salina cuando se va a unirse a Garibaldi; el picnic; la secuencia de la iglesia. Las copias italianas originales parecen tener tonos marrones más profundos y dorados más brillantes, algunas de las escenas tienen un aspecto apagado, pero siempre hay detalles que alegran. Cada vez que la familia Salina se reúne para misa o para cenar, es una gran reunión. Algunas de las secuencias más pequeñas y menos opulentas están relacionadas con argumentos políticos, como el diálogo irónico entre el Príncipe y el tímido y preocupado sacerdote de familia (Romolo Valli), o entre el Príncipe y un criado de la familia que es su compañero de caza (Serge Reggiani, sobreactuando). Este snob empobrecido y leal a los Borbones se sorprende de que el Príncipe apruebe que su sobrino vaya a casarse con una chica cuya madre es "un animal iletrado". Los temas políticos que trata la película, por supuesto, están simplificados, pero se presentan con considerable contundencia, y son muy agradables. De las secuencias más pequeñas, tal vez la más deslumbrante es la conversación entre el Príncipe y un caballero profesor pequeño e inteligente (Leslie French) que ha venido con la solicitud oficial para presentarse a las elecciones al Senado. (Víctor Manuel II es un monarca constitucional). Aquí, el Gatopardo, rechazando la oferta, muestra todo su orgullo. Es el pasaje más literario de la película; es la lógica del guión: el Príncipe explica la arrogancia siciliana y su letargo, y cómo él y la tierra están entrelazados. Dudo que algún otro director se las hubiera arreglado incluso a mitad de camino con un diálogo sofisticado de este tipo, pero aquí tiene un éxito sorprendente. Lancaster mantene su energía bajo control durante la mayor parte de la actuación; ahora está ardiendo, y está completamente controlado. También tiene una escena salvaje y tragicómica, cuando Don Calogero, con ojos de comadreja, viene a discutir la propuesta de Tancredi a su hija. El Príncipe, asqueado, lo escucha y luego, con un movimiento sorpresivo, recoge a la pequeña comadreja, le planta un beso rápido y ceremonial en cada mejilla para darle la bienvenida a la familia y le deja caer. Sucede tan rápido que apenas tenemos tiempo para reír. La codicia de Don Calogero brilla luego en la satisfacción con que enumera cada elemento de la dote que le concederá a Tancredi; como si esperara que el Príncipe gritara "¡Hosana!" por cada acre, cada pieza de oro.

     Probablemente la película parezca tan intensa porque la acción no se dispersa entre varios grupos de personajes, como suele ocurrir en una epopeya. Nos quedamos con el Príncipe casi todo el tiempo. Excepto por la pelea en las calles, solo hay una secuencia importante en la que él no está, un episodio en el que Tancredi y Angélica deambulan por partes no utilizadas del laberíntico palacio Salina en Donnafugata. La ausencia del Príncipe puede que no sea la razón, pero este episodio no parece tener ningún propósito o punto focal, también es el único momento en el que el tempo de la película parece apagado. Siempre que el Príncipe aparece en pantalla, ya sea en su estudio, donde los telescopios indican su interés por la astronomía, o por el ayuntamiento, controlando su disgusto mientras bebe una copa de vino barato que don Calogero le ha entregado: estamos retenidos, porque siempre estamos aprendiendo cosas nuevas sobre él. Y a la hora de la conclusión, el baile de Ponteleone, sin duda el mejor momento cinematográfico que jamás haya rodado Visconti (y el más influyente, como atestiguan El padrino y The Deer Hunter), todo encaja. En este baile, los Salina presentan a Angélica a la sociedad, a todos los Príncipes y aristócratas sicilianos. El triunfo de Visconti es que aquí el baile cumple la misma función que el monólogo interior del Príncipe en la novela: a lo largo de esta secuencia, en la que el Príncipe revive su vida, siente arrepentimiento y acepta la muerte de su clase y su propia muerte, sentimos que estamos dentro de la mente del Gatopardo despidiéndose de la vida.

     Ahora nos damos cuenta de que todo lo que hemos visto antes conducía a este espléndido baile, que marca la aceptación por parte de los aristócratas del advenedizo que se está apoderando de su riqueza y poder. (Los pobres se quedarán abajo y, al menos desde el punto de vista del Príncipe, estarán peor que antes; la nueva clase dominante no estará sujeta a la tradición de la nobleza obliga). El Príncipe, solo por elección propia, deambula desde un gigantesco salón de baile al siguiente, observando a todas estas personas que conoce. Tancredi y Angélica tienen su primer baile y la partitura de Nino Rota da paso a un melodioso vals de Verdi, que había sido descubierto justo antes de que la película fuera rodada; Visconti lo estaba ofreciendo por primera vez en público, y una pieza de música jamás se ha exhibido tan abundantemente. Visconti (y tal vez sus ayudantes) ciertamente sabían escenificar secuencias de danza. (La película fue editada en un mes, pero el movimiento rítmico de todo el conjunto es embriagadoramente suave.) Pronto las salas abarrotadas se vuelven sofocantes y, con las mujeres agitando sus abanicos, parecen jaulas de polillas. El Príncipe, al alejarse de estas habitaciones recalentadas, ve un grupo de chicas adolescentes con sus volantes saltando arriba y abajo en una cama mientras charlan y gritan de alegría: chicas malcriadas y de cara pálida, como sus hijas, totalmente excitadas. En una sala donde la gente está sentada en mesas, festejando, mira con repugnancia a un coronel cubierto de medallas que se jacta de sus acciones contra los hombres de Garibaldi. Comienza a sentirse fatigado, sonrojado y enfermo. Entra en la biblioteca, se sirve un vaso de agua y mira fijamente un gran óleo: una copia de una escena del lecho de muerte de Greuze.

     Es allí, frente al cuadro, donde Tancredi y Angélica le encuentran. Quiere que el Príncipe baile con ella, y mientras le suplica sus cuerpos están muy cerca, y por unos segundos las emociones que está sintiendo cambian hacia algo cercano a la lujuria. Envidia a Tancredi por casarse por motivos distintos a los suyos; envidia a Tancredi por la belleza en toda regla de Angélica, su cordialidad, su rudeza. La escolta al gran salón de baile y bailan juntos el vals. Es el momento triunfal de Angélica: es públicamente acogida en su familia. Es recto y formal mientras bailan, pero sus pensamientos son caóticos. Experimenta un profundo lamento por la relación sensual que nunca tuvo con su esposa y una nostalgia por la vitalidad animal de su juventud. Las insinuaciones de su propia mortalidad son feroces. Después de devolver a la astuta y feliz Angélica a Tancredi, él va a una pequeña habitación especial para refrescarse. Al salir, ve una antesala, el suelo está cubierto de orinales que necesitan vaciarse. Finalmente, el baile llega a su fin y la gente comienza a irse, pero un grupo de jóvenes bailarines acérrimos todavía baila con fuerza: están saltando y dando vueltas al ritmo de una música tan animada que los mayores han abandonado la pista. El Príncipe organiza a su familia para que les lleven a casa, explicándoles que él irá caminando. Cuando pasa por las calles estrechas, es un hombre viejo. Los compromisos que ha tenido que hacer lo han hecho más que enfermar: lo han envejecido. Su visión de los chacales y las ovejas que están reemplazando a los gatopardos y leones lo envejecen aún más. Está emocionalmente aislado de su esposa e hijos; ya no siente ningún afecto por el astuto Tancredi. Está solo.

     El gatopardo es la única película que se me ocurre que trate sobre la aristocracia desde el interior. Visconti, el conde marxista, es a la vez despiadado y cariñoso. Su visión desde dentro no es muy diferente a la de Max Ophuls en Madame de…, que fue hecha desde fuera (aunque se basó en la novela corta de la aristocrática Louise de Vilmorín). La imaginación de Ophuls lo llevó donde el linaje de Visconti (y su imaginación) le había traído, y Charles Boyer nos regaló un retrato de un francés aristócrata que tenía similitudes con la actuación de Lancaster. Pero no comprendimos el valor del sistema de ese aristócrata francés con la robusta plenitud de nuestra implicación con el Gatopardo de Lancaster. Si no fuera por el nervudo, fuerte y rojo oscuro cabello del Príncipe y su físico magistral, su vigor, dudo que sintiéramos la misma melancolía ante la muerte de su clase. La película nos hace sentir que su gracia es parte de su posición. Estamos obligados a respetar los valores que son casi totalmente ajenos a nuestra sociedad. No es poca cosa para una película.


[1983]



21 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “LA MAMÁ Y LA PUTA” (1974) Jean Eustache

 


La madona usada


     “LA MAMÁ Y LA PUTA” está hecha desde dentro del estado mental de la gente que piensa como en el Village o en la Escuela de Postgrado de Berkeley o, como en este caso, la Orilla Izquierda. Se trata de las actitudes de las personas educadas que utilizan su educación como una forma de hacer contacto entre sí en lugar de con el resto del mundo. Su forma de vestir y su comportamiento es un conjunto de señales; se dicen unos a otros que no tienen ilusión. Su modo de vida es un rito de cortejo colectivo, aunque se cortejan entre sí no para encontrar a alguien a quien amar, sino para ser amados, es decir, admirados. Viven en una atmósfera de narcisismo apocalíptico. Los personajes de La mamá y la puta pertenecen a la vida de café de St.-Germain-des-Prés, y al igual que la película, puede decirse que representan las esperanzas muertas de una década y una generación. Los Don Juanes de este grupo no necesitan ser ambulantes; se desplazan desde sus sillas de café. El héroe, Alexandre (Jean-Pierre Léaud), es un cachorro de treinta años; en su entorno, cuanto menos haces, más guay pareces. Alexandre tiene la vanidad intelectual y masculina que es la forma de machismo del vagabundo culto. Es un mentiroso inofensivo y ligero; cultiva sus caprichos; miente por diversión. Es un divertido artista del montaje, sin convicciones visibles o profundidad de sentimientos. Cuando ve a una antigua amiga (Isabelle Weingarten), hace una declaración de pasión eterna por el mero placer de oírse a sí mismo sonar apasionado. Ella es lo bastante lista como para no tomárselo más en serio de lo que él se toma a sí mismo.

     Alexandre no tiene ningún interés en una profesión; es un encantador profesional. Puede vivir sin trabajar porque ha encontrado una "madre", una amante que se ocupa de él. Marie (Bernadette Lafont) regenta una tienda de ropa, pero está lejos de ser una burguesa. Es una obrera tosca y sin pretensiones que intenta divertirse, es el mundo sólido al que Alexandre regresa tras las horas de acicalamiento en el café. Toda su energía se concentra en sus poses y paradojas y estrategias de frialdad. Pero cuando trama una pequeña campaña para hacerse importante para Veronika, una chica nueva a la que ve, es un esfuerzo inútil. Veronika (Françoise Lebrun), una joven y pobre enfermera tiene cara de madonna cansada y rígida, pero está tan disponible que, como ella misma dice, "echa para atrás a mucha gente". La película es una serie fugaz de monólogos y diálogos entre Alexandre, Marie y Veronika, casi en su totalidad sobre el tema del sexo. Está rodada en un blanco y negro granulado deliberadamente oscuro y veteado; no hay partitura musical, sólo sonidos "naturales" y algún disco rayado en un fonógrafo, y dura tres horas y treinta y cinco minutos. La respuesta del espectador a esta charla desenfrenada dependerá de si puede aceptar los monólogos de Veronika como reveladores de la verdad, o si cree que son los desvaríos familiares de las mujeres católicas en su salsa. Si es lo primero, la película, escrita y dirigida por Jean Eustache, puede parecer una obra maestra de la generación depresiva; si es lo segundo, una agria concepción. Creo que es en parte lo uno y en parte lo otro, pero las partes son inseparables.

    La ruda y agitada Marie está interpretada con calidez. Bernadette Lafont, cuyos rasgos grandes y generosos la hacen natural para las mujeres de clase obrera, se muestra abierta en el papel, vulgar y simpática. El cineasta también se decanta por las paradojas: Marie, la "madre", se parece a la tradicional de las películas francesas (como Arletty en Le jour se ve), y su relación con Alexandre es una actualización de la relación entre puta y proxeneta. Alexandre (y las pequeñas bohemias del mundo están llenas de Alexandres, aunque por lo general parasitan de padres, amigos y amigas) es, de hecho, un proxeneta infantil malcriado, que vive a costa de Marie y ni siquiera le proporciona la protección de un chulo. No tiene nada más que ofrecer que su gusto, su cháchara con clase y algo de calor corporal. Considera que su presencia, cuando está cerca, es suficiente regalo. Leaud no se limita a interpretar su papel (como hace a veces); proyecta los estados emocionales del superficial Alexandre, y ofrece lo que probablemente sea su interpretación más profunda como adulto. Alexandre está en pantalla todo el tiempo, reaccionando ante las mujeres, engatusándolas, probando actitudes, tan encaprichado con sus propias travesuras que apenas le importa el efecto que tienen en los demás. A Alexandre le gusta actuar, y su seca frivolidad es a menudo divertida (probablemente mucho más divertida conoces el francés lo suficientemente bien como para entender la jerga). Aunque Jean Eustache ha dicho que escribió los papeles específicamente para los intérpretes, la interpretación de Leaud es, sin embargo, una proeza de entrega a un papel. Nunca se quita la máscara, nunca se aleja de Alexandre.

     Sin embargo, la película depende del personaje de Veronika (y es un personaje muy espeluznante y doloroso), porque es Veronika quien carga con el peso de la emotividad de Eustache. Parece eslava (dice que es de origen polaco), y parece ser la santurrona de Eustache, una versión actualizada de Sonia, la heroína de Crimen y castigo; está ahí para despertar la alma estúpida de Alexandre, aunque él no es Raskolnikov. Lo único que impide que Alexandre sea la especialidad, favorita, de Leaud es que se ve obligado a escuchar el recital de Veronika sobre sus feas y sórdidas privaciones y sus náuseas. Está borracha y es insistente; una vez que Alexandre se ha ido a la cama con ella, no puede deshacerse de ella. Ella le acosa, va al apartamento de Marie y se mete en la cama con ellos. Veronika, que lleva el pelo a lo santa, trenzado alrededor de la cabeza, es una víctima de abusos sexuales; su pequeña buhardilla en el cuarto de enfermeras de un hospital es como una cámara penitencial. Se ofrece voluntaria para el abuso; busca sexo y se siente humillada por ello. Es el mayor fardo de culpa que jamás haya aparecido en la pantalla, y una vez que deja de escuchar a Alexandre y empieza a hablar, nunca se calla, excepto para vomitar todo el sexo sin amor al que se ha sometido.

     Bernadette Lafont, que hizo su primera aparición en la pantalla como protagonista del cortometraje de Truffaut Les Mistons (1957), y Léaud, cuyos largos fulares se remontan a su aparición como niño de doce años en Los 400 golpes (1959), han sido los intérpretes emblemáticos de la Nouvelle Vague (Nueva Ola); y los personajes que interpretan aquí son una prolongación de los que han desarrollado a lo largo de los años. (Incluso Isabelle Weingarten, protagonista de Las cuatro noches de un soñador, de Bresson, lleva esa credencial). Pero Françoise Lebrun, una estudiante de postgrado en literatura moderna que nunca ha actuado en la pantalla, es completamente de Eustache; ella da a la película su alma hosca y magullada. Se puede adivinar que su rostro triste, engañosamente plácido, con su sugerencia de madona maltratada, inspiró a Eustache. Tiene el típico rostro de viejoven con el que un director de cine puede proyectarse fácilmente; parece una versión actualizada de la joven Dietrich, con su trenza de oro pálido alrededor de la cabeza, como la inocente campesina, que pronto será una mujer caída, en El Cantar de los Cantares, la tópica vieja película de Mamoulian-Sudermann sobre la inocencia traicionada. El rostro de ojos abiertos de Lebrun es opaco, el de una mujer encerrada en sus miserias. Mantiene un gesto hosco y doliente, y mientras se derrama el torrente de obscenidades y quejas, todos podemos proyectarnos en ese rostro. La mamá y la puta es un psicodrama que cambia y redefine sus términos; estos términos son irónicos hasta la última hora, cuando Veronika queda exenta de ironía y se nos pide que nos identifiquemos con ella y la veamos como un icono de la soledad, el sufrimiento y la degradación modernas. Es una mártir del sexo insensible.

    Eustache no se distancia de Veronika. Por eso la película parece tan arbitraria, puedes sentir que ha sido un buen deporte sentarte para verla, un concurso de resistencia, pero también es lo que da a la película su distinción. Eustache está ahí. Su método es como el de un Cassavetes francés; intenta poner en pantalla la cruda verdad, esta película podría ser su Maridos. Cassavetes intenta dar al material actuado el aspecto y el sonido del cinéma verité; Eustache va aún más lejos. Introduce tramos muertos y trivialidades, creando aburrimiento para que el material parezca real; prolonga la película después de que pienses que ha terminado, casi parece una broma del director. El método de Eustache se asemeja a la aleatoriedad estática de las imágenes de Warhol-Morrissey, aunque aquí no es una cuestión de indiferencia, sino un objetivo consciente. El azar es la ilusión que busca Eustache. No permitió a los actores desviarse del guión de trescientas páginas, pero mantiene el encuadre un poco áspero e inseguro, como si el cámara buscara la acción, y se necesitaron tres meses de montaje para que esta película pareciera sin editar. Eustache busca un aspecto casual porque está decidido a no congraciarse. Es como si sintiera que sólo empujándonos más allá de la paciencia, sólo alejándonos de los placeres superficiales de la elegancia cinematográfica y una partitura completa, sólo restregándonos su visión de la realidad, puede hacernos sentir. (Puede que nos equipare con el infantil Alexandre, que solo busca el placer).

     Es cierto que las películas tienden a parecer demasiado ricas y que a menudo están podridas de "valores de producción" sin sentido, y a veces podridas de "belleza". Pero los que tratan de desnudar sus fundamentos suelen ser estetas puritanos, y un coñazo. La ma y la puta proclama su honestidad y su pureza de una forma que no puedo digerir, como si su desorden y las vidas desordenadas de sus personajes fueran sagradas. La polaridad del título, de inspiración religiosa, sugiere que Eustache se ve a sí mismo como Alexandre, dividido, escindido entre la madre y la puta. Y es parte del tono emocional de este periodo rechazar a la madre e identificarse con la puta. Al igual que Veronika, Eustache está diciendo: “Voy a mostrarte más del alma atormentada de lo que nadie te ha mostrado nunca”, y, como Veronika, confunde la masticación de trapos sucios y la repulsión con la revelación sagrada.

    El arte y el asco están estrechamente relacionados en el pensamiento de una serie de cineastas modernos de trasfondo religioso. Las películas de Paul Morrissey parecen hechas por un monaguillo de mente sucia, y el concepto de que la angustia sucia santifica está en el corazón de las películas de Cassavetes. La ma y la puta no es una película desdeñable: es inequívocamente una expresión personal, y logra momentos de intensidad. Sin duda, algunos dirán que más que momentos, y algunos considerarán catártico el monólogo final de Veronika, aunque el hecho de que suponga un respiro para el espectador exhausto puede contribuir a esa sensación. (Las tres horas y treinta y cinco minutos se sienten tan largas que quieres pensar que la has visto por algo, y la catarsis es algo importante por lo que merece la pena retorcerse). Pero ¿acaso Alexandre se siente movido a pedirle a Veronika que se case con él porque es un tonto que ama los grandes gestos, o se supone que debemos creer en la autenticidad de lo que representa? Para mí, era como si Alexandre fuera presionado a confesar un crimen que no había cometido. Veronika despotrica tanto que finalmente asume la culpa de todos los hombres con los que esta mujer obsesiva se ha metido en la cama y luego se ha sentido lacerada por ellos. Él asume la culpa de que el mundo entero no ame. Alexandre puede que sólo esté ensayando nuevos sentimientos profundos, pero ella, me temo, pretende que es real. Resulta que Eustache es un bohemio pecador de la vieja escuela y la película la penitencia debida por el sexo sin amor. Ha unido el desamor de una generación y su propio asco sexual. ¿No es eso realmente lo que Veronika está diciendo: "Quiero que me quieran"? Sospecho que por eso la película gustará a la gente que se siente confusa entre la libertad personal y la desesperanza social. Antonioni exploró el tema del sexo sin amor, pero lo situó entre los acomodados; al situar este tema entre los estudiantes y aquellos que viven como estudiantes, Eustache entra en contacto directo con el público de la película. La atmósfera sombría de Antonioni hablaba del vacío espiritual; la atmósfera de Eustache es como una sarna espiritual, y probablemente mucha gente entre el público joven y envejecido se sienta sarnosos, perdidos y degradados, y han tenido su parte de experiencias sexuales miserables. Puede que estén dispuestos a aceptar la aversión de Veronika por su vida, y quizá dispuestos a buscar el poder curativo del amor cristiano. La película está diseñada para ser una experiencia religiosa, pero la mohosa respuesta que ofrece a los peligros de la libertad sexual es en realidad una negación de la libertad sexual. En La ma y la puta, la Nueva Ola se encuentra con la Vieja Ola.



[1974]




THE YOUNGEST PROFESSION (Cazando estrellas) (1943) Edward Buzzell

 


     Deliciosa, cute, la típica palabra que emplearían los amigos de Garci para definir esta película, y sin que sirva de precedente no encuentro otra mejor para definirla. Deliciosa, un tipo de delicia blanca, blanquísima, para todos los públicos, que hace décadas que desapareció del cine. Una alta comedia de clase media, luego comedia media, co-media para los amigos, que funciona como un reloj, Casio. Metacine de andar por casa con el cualquier inocente cinéfilo, no solo clasicómano, groupie vocacional, puede sentirse identificado. En una triple vertiente, coleccionismo, conocer a tus ídolos, y ser protagonista de tu propia película, por supuesto de enredos, de casualidades. Pasar de espectador a actor, de sujeto pasivo, admirativo, a activo. También se puede leer como una película sobre el choque generacional, pero dándole la vuelta, es infinitamente más comprensiva, condescendiente, con los sueños, imaginación, exageración, de los jóvenes, que con la maldad, retorcimiento, amargura, de los mayores. La maravillosa pareja protagonista, Virginia Weidler (en principio el papel lo iba a hacer Judy Garland) y Jean Porter, dos adolescentes que parecen y actúan como adolescentes normales y corrientes, hablo de la normalidad pre-internet, aunque el histerismo fan en poco ha variado, literalmente se salen, se comen a todas las estrellas que hacen cameos, unas cuantas, Lana Turner, Greer Carson, Walter Pidgeon, Robert Taylor, William Powell. La feúcha con encanto Virginia Weidler, después de ver su interpretación en “Best Foot Forward” (1943), también de Buzzell, en la que se merendaba a Lucille Ball, estaba pidiendo a gritos un protagónico, y está a la altura del reto, aunque sea Patsy, Jean Porter, la amiguísima, la superamiga como diría Dahl, la que se lleva el premio a la mejor jugadora del partido. Su entrañable e histriónica ingenuidad es insuperable, una interpretación deliciosa, me ha poseído Garci. ¿Y Buzzell que tal? Pues como siempre, dándole duro, muy duro, a la elipsis, las palabras aburrimiento, relajación, transición, no entran en su diccionario, Buzzell podría resumir toda la filmografía de Lav Díaz en media hora. Buzzell lo da todo, sea una película mayor o menor, iguala con su talento para la narración, para la concisión, para la dirección de actores, para la comedia ligera, los presupuestos, los argumentos. La clase media de Hollywood se hace con el edificio, lo dicho, delicioso.




19 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE NERVIOS” (1988) Pedro Almodóvar

 



    Puede que Pedro Almodóvar sea el único director de primera fila que se propone hacerse cosquillas a sí mismo y al público. No viola sus principios para hacerlo; sus principios empiezan con la libertad y el placer. Nacido en 1951, este español pardillo se fue a Madrid a los diecisiete años, consiguió un trabajo de empleado en la Compañía Telefónica Nacional en 1970 y, durante los más de diez años que trabajó allí, escribió historietas, artículos y relatos para periódicos "underground", actuó en grupos de teatro, compuso bandas sonoras, grabó con un grupo de rock, actuó como cantante y rodó películas en Super 8 mm. y 16 mm. Absorbió el slapstick vanguardista de finales de los sesenta y los setenta, junto con el pop frívolo y romántico de Hollywood, y todo ello se fusionó con el legado de Buñuel y con su propia aceptación intuitiva de los impulsos locos. El Generalísimo Franco mantuvo la tapadera durante treinta y seis años; murió en 1975, y Pedro Almodóvar es parte de lo que saltó fuera de la caja. El guionista y director pop más original de los ochenta, Godard con rostro humano, con rostro feliz.

     Su nueva Mujeres al borde de un ataque de nervios, su séptimo largometraje (desde 1980), es una de las más alegres comedias de guerra de sexos. Pepa (Carmen Maura), una actriz que trabaja en televisión y anuncios, y hace doblaje, enciende su contestador y se entera de que la han dejado plantada. Despechada por la forma en que su amante de toda la vida, Iván (Fernando Guillén), ha evitado el contacto directo con ella, puede mentir al contestador sin temor a ser cuestionado, corre de un lado a otro, sobre tacones de aguja, con una falda corta y ajustada, intentando enfrentarse a él. Enfadada e impaciente, e imaginando que no quiere estar en su apartamento sin él, al instante lo pone en venta.

    Pepa está tan preocupada por Iván que, a pesar de que su amiga Candela (María Barranco) no deja de llamarla y perseguirla pidiéndole ayuda, Pepa, al no oír nada, le contesta que no tiene tiempo. Lo que Candela trata de decirle es que su propio amante ha resultado ser un terrorista chií que utilizaba su casa como base de operaciones, y cree que la policía va tras ella. Sin registrar las palabras de Candela, Pepa la acoge. Mientras tanto, el guapísimo Carlos (Antonio Banderas), que resulta ser el hijo de Iván, viene a ver el piso y trae a su prometida, Marisa (Rossy De Palma, que se parece asombrosamente a la doble cara del retrato de Dora Maar de Picasso, 1937). La anterior amante de Iván, Lucía (Julieta Serrano), es la madre de Carlos, llega en busca de Iván; ella estuvo al límite durante veinte años y acaba de recuperar la cordura. Y cuando Pepa, en nombre de Candela, consulta a una abogada feminista (Kiti Manver), la mujer resulta ser la nueva amante de Iván y la próxima candidata a sufrir una crisis nerviosa. Todas estas mujeres son elegantes y están maquilladas como si estuvieran pintadas con acrílicos.

     Lo artificial es lo que pone a Almodóvar por las nubes. La película no tiene nada que ver con lo que se considera natural o realismo. Comienza con unos títulos que se contraponen a las pantallas divididas que parodian las brillantes y nítidas aperturas de las películas del cine americano de los años cincuenta. (Todo ese empeño en ser un nuevo e impactante Mondrian). Mujeres al borde de un ataque de nervios parece hecha por un científico loco que juega con los colores químicos del arco iris, como John Lithgow en su laboratorio de Buckaroo Banzai. Cuando eras niño, te preguntabas si tus lápices de colores te matarían si te los comieras. Estos colores tóxicos son toxinas por el placer de serlo; Almodóvar hace que lo artificial sea sexy.

     La metáfora dominante de la película está ahí, al principio, en esos diseños de bordes afilados: Almodóvar busca el brillo fosforescente de los cosméticos de las revistas femeninas. (Es el color caramelo de ensueño. No sólo lo ves; lo consumes, lujuriosamente.) Pepa y las demás con sus faldas cortas cortas se han creado a sí mismas a imagen y semejanza de las mujeres atractivas y deseables. Funcionan en el mundo; lo hacen bien. Pero cuando se trata de hombres, esa imagen descarada parece ser todo lo que las mantiene unidas. La encantadora y chiflada Candela siempre oscila entre el pánico y el ardor; habla de estar atrapada por los chiíes, y sus pendientes, pequeñas cafeteras de plata, cuelgan seductores. Excepto Lucía (que sospecha la verdad sobre sí misma), todas saben que están estupendas; que no es poca cosa. (Lucía no puede mantener la moral alta; su maquillaje se desliza y se difumina).

     La película relaciona a la Pepa de Carmen Maura con las diosas de Hollywood que tocaban la trompeta para anunciar que entraban en la casa de la pasión. Su despliegue emocional era morbosamente fascinante; Almodóvar y Maura parten de eso y van más allá. Pepa está estupenda a pesar de las lágrimas y de que muestra cierto desgaste. Está en su naturaleza embestir contra las cosas a golpes, de frente, y salir magullada. No le importa; disfruta exhibiendo los estragos del amor. También está en su naturaleza desahogarse; distrae a la policía, que viene a buscar a Candela, contándoles un relato tormentoso de experiencias íntimas. Almodóvar se regodea en su sobredramatización, pero nunca se detiene un instante de más; es rápido y boyante. Se da por supuesto. Pepa es a la vez abiertamente alocada, coqueta y revoloteante, y profundamente cuerda y práctica. Después de recibir la bronca del contestador automático, está tan colocada de pastillas y miserable que accidentalmente prende fuego a su cama. Se queda mirándola unos pocos segundos, luego arroja su cigarrillo a las llamas y las apaga con la manguera de la terraza.

     Mujeres al borde de un ataque de nervios está serenamente desequilibrada, como una obra alucinógena de Feydeau. Lucia, loca de nuevo, vestida de rosa pálido, se dirige al aeropuerto a lomos de una moto, con la peluca alzándose
al viento. Está decidida a alcanzar a Iván, que está a punto de embarcar en un avión. Dentro de la terminal, su cabeza, que se ve deslizarse por encima de una pasarela móvil, es la cabeza de una criatura mitológica, el destino con peluca. Cuando la gente del aeropuerto oye un disparo e intentan protegerse tirándose al suelo, permanecen agachados hasta que Iván se acerca a Pepa, que ha corrido hacia Lucía. Entonces todos se levantan a la vez, como los bailarines-espectadores de un musical versión película de gángsters. El Madrid de la película es una utopía pop; también es, como dice la canción final, "Puro Teatro".

     Almodóvar rinde homenaje a las mujeres porque son el centro de la gama teatral. Carmen Maura es su estrella, su musa, su comediante porque es todo histrionismo; no hace un movimiento que no sea estilizado. Sin embargo, es ágil. Y no le llevará a su Pepa veinte años para ver a través de Ivan. Canoso, vanidoso y elegante, es el MacGuffin de la película, un caparazón de hombre, y tal vez un arquetipo de pícaro español. Doblador de profesión, es una voz que vierte inanidades. Le gusta halagar a casi todas las mujeres que ve; se felicita por su aplomo, por su poder de seducción. Cuando tiene algo que decir que pueda provocar una respuesta emocional, prefiere hablarle a una máquina. Es un tipo astuto: mientras esquiva a Pepa, deja mensajes acusándola de evitarle. (Le dice que recoja su ropa y deje la maleta con el conserje). Iván acierta comunicándose por máquina: con su voz incorpórea, da la ilusión de fuerza masculina. En persona, no es más que una bonita ilusión, como su hijo, Carlos, y los policías y los hombres de la compañía telefónica que invaden el apartamento de Pepa.

     El guión comenzó con La voz humana, de Cocteau, el famoso monólogo telefónico en el que una mujer trata de recuperar al amante que la abandona. Almodóvar ya había dado un giro a la obra en su última película, La ley del deseo, de 1987; esta vez, el monólogo se convirtió en una venganza cómica contra su antiguo empleador, la compañía telefónica. Pepa coge su teléfono y lo tira por la ventana, y lanza a su hijo, el contestador automático. De ese modo paga los largos ratos esperando que los hombres la llamen y las mentiras escuchadas.

    Esta alta comedia es la más segura visualmente de las cinco películas de Almodóvar que se han estrenado aquí. La ley del deseo y Matador, de 1986, eran más sensuales y eróticas; ésta es más efervescente y sexy. Antes, se le veía confiar en sus intuiciones y dar saltos; ahora no ves que tome riesgos, simplemente vuela por los aires. La película es toda coincidencias, y cada nueva se suma al brío loco general. Lo que parecen ser chistes incidentales resultan ser partes esenciales de una gran broma. Esta es una película en la que después de un tiempo no puedes distinguir lo sexy de lo divertido.







18 abril 2024

SAN REAL MADRID

 


     Ser del Real Madrid en 2024 es lo más sencillo del mundo, es apuntarse a caballo ganador, sobre todo en Europa, pero no siempre ha sido así. En el siglo XX Europa era una gran frustración para el aficionado madridista, que tenía que comerse con patatas el argumento incontestable de que todas sus Copas de Europa eran en blanco y negro. A estos nuevos aficionados incluso lo de Copa de Europa en lugar de Champions les sonará a chino, también el acomplejamiento con el que salíamos a Europa, sobre todo a Alemania e Italia. La épica de las remontadas estaba muy bien, pero era un reconocimiento explícito de nuestra debilidad, siempre teníamos que ir por detrás, y el premio final no era la copa. Con la era Messi el acomplejamiento también se hizo nacional, y entonces llegaron Mourinho y Zidane.

    Mourinho nos devolvió el orgullo, seguíamos siendo inferiores, muy inferiores, pero podíamos competir, con otras armas, las clásicas de la Selección Española, la que a pesar de eso nunca ganaba nada, Mourinho tampoco, raza, casta, vamos cojones y contraataque. Las mismas que hemos utilizado de nuevo con el Manchester City, y por idénticas causas, si tu rival es muy superior lo único que puedes hacer es competir, resistir, defender a base de cojones, y si suena la flauta, meter un gol de contra. La principal diferencia es que el Madrid actual tiene un componente mágico, esotérico, que no tenía el de Mourinho, potra, flor, la suerte de los elegidos, un recurso que aportó Zidane, nuestro Mesías particular, el que convirtió el Real Madrid en una religión, en una mística, no necesariamente futbolística, casi lo de menos.

     La Champions de la 21-22, la mejor de la historia, fue la sublimación de todo esto, una concatenación de milagros, el peor Real Madrid de las últimas décadas, al menos en juego, eliminando uno por uno a todos los favoritos, a todos los equipos que eran muy superiores en juego al nuestro, algo que jamás va a volver a repetirse. Tampoco que el Real Madrid se acompleje ante ningún equipo, sea superior o no, si es de calidad similar o inferior se le gana a base de chispazos de genialidad o épica, si es mejor a base de cojones o épica, la épica ya es un plus, un imponderable que no tiene ningún otro equipo en el mundo. Ganar teniendo el mejor equipo, el más caro, como hizo el año pasado el Manchester City, carece de mérito, es casi una obligación. Ganar con una mezcla de viejos y de niños que no juegan a nada, que no tienen una idea de juego cerrada, que son una completa ruleta rusa en cada partido, se llama arte, genialidad. Una grandeza completamente imprevisible, ajena a la razón, a la táctica, el territorio de la religión, del amor, solo el Real Madrid te acelera el corazón igual, te pone tan nervioso, histérico, como en una primera cita. Si no te gusta el fútbol el Real Madrid es tu equipo, si piensas que el fútbol es más grande que la vida, también.




El Madrid es una cultura, una religión.” Florentino Pérez




PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “LOS INÚTILES” (1953) Federico Fellini

 



    I Vitelloni (estrenada en Estados Unidos como The Young and the Passionate; el título francés era Les Inutiles; una traducción literal del italiano sería "los grandes terneros", es decir, los niños de pecho, que, traducido idiomáticamente, sería algo así como "vagos adolescentes"). Chicos frustrados de pueblo con grandes ideas, hijos de familias indulgentes de clase media que se aprovechan de sus padres, holgazanean y sueñan con mujeres, riquezas y gloria. Sus energías se malgastan en actividades estúpidas; sus sueños e ideales son patéticamente infantiles o están podridos. Fellini, que escribió y dirigió esta película en 1953, tiene una aproximación diferente al tema que el enfoque hollywoodiense que se revela en El salvaje. Su tratamiento es ambiguo, una fusión de ácida sátira y cálida aceptación. Nunca sugiere que estos hombres deban adaptarse a nada; observa la farsa de sus vidas sin rumbo sin condescendencia.

     Los americanos han argumentado que los actores son demasiado mayores para sus papeles; los europeos replican que eso no tiene nada que ver con la película, que no son los actores sino los personajes que interpretan los que son demasiado mayores para las vidas parasitarias que llevan. (El historiador de cine italiano Mario Gromo los describió como "eternos adolescentes, aunque se acerquen a la treintena, y cuando la alcanzan, les hace más perezosos"). Los jóvenes héroes sugieren una manada de lobos americana. Está Fausto el ligón (Franco Fabrizi), que se convertirá en otro infeliz padre de familia de clase media; el regordete y ridículo Alberto el bufón (Alberto Sordi, el "Jeque blanco" de Fellini del año anterior, y antes actor de music-hall que alcanzó cierto reconocimiento doblando al voz de Oliver Hardy); Leopoldo el poeta (Leopoldo Trieste), cuyas ingenuas ilusiones artísticas se desvanecen cuando un antiguo actor homosexual le hace una proposición; y Moraldo (Franco Interlenghi, que unos años años antes había sido una de las dos grandes estrellas infantiles de De Sica en El limpiabotas), la figura de Fellini, el héroe autobiográfico, el único que encuentra las agallas para decir adiós a toda esta fútil vida provinciana. En 1953 no había ninguna indicación en la obra de Fellini de que el camino que su héroe emprende fuera de provincias conduciría a la corrupción urbana de La Dolce Vita. (Por cierto, Los inútiles ofrece una refutación perfecta al eminente juez estadounidense que propuso como solución a nuestra delincuencia juvenil el restablecimiento de la autoridad paterna como había observado durante un viaje a Italia.)




PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES” (1950) Billy Wilder

 


     Un joven guionista (William Holden) huye a toda velocidad de los hombres de la compañía financiera que han venido a embargarle el coche (es Los Ángeles, donde un hombre puede vivir sin su honor, pero no sin su coche), llega a un camino de entrada en Sunset Boulevard y se encuentra en la fantástica y decadente mansión de la antaño estrella del cine mudo Norma Desmond (Gloria Swanson). Atendida por su mayordomo (Erich von Stroheim), que una vez fue su marido y su director, ella vive entre los recuerdos de su pasado y planea su regreso en su propia adaptación de Salomé. La vieja vampiresa convence al joven para que se quede y trabaje con ella en el guión: se convierte en su mantenido, su amante, su víctima.

    Los detalles de la película son barrocos y brillantes: las ratas en la piscina vacía; el viento gimiendo en los tubos del órgano; el entierro a medianoche, cuando la estrella y su mayordomo entierran a un chimpancé en el jardín, con todos los honores; una espeluznante partida semanal de bridge, con una mesa de fantasmas, Buster Keaton, H. B. Warner y Anna Q. Nilsson. Toda la empresa exuda decadencia como un perfume rancio y exótico. Puede que no quieras olerlo todos los días, pero en 1950 no tenías la oportunidad de hacerlo: era ciertamente un cambio con respecto a los océanos de agua de rosas, los lirios del Valle de San Fernando y el aspecto fregado y saludable.

    La película es casi demasiado ingeniosa, aunque lo mejor de ella es esa ingeniosidad, y mucho menos interesante cuando trata de seres humanos normales (las secuencias en las que intervienen Nancy Olson y el Hollywood moderno). Charles Brackett, guionista y productor, y Billy Wilder, guionista y director, han contribuido a crear el Hollywood moderno; sus películas, algunas de las mejores de lo que ahora se llaman "producto", no tienen dulzura, ni sencillez, ni espontaneidad. Incluso para ellos, en la cima, esta moderna, sabihonda, ansiosa y realista comunidad de hombres de negocios se desvanece en la insignificancia cuando se contrasta con el pasado de piel de leopardo de Norma Desmond. La opulencia, la grandeza, el primitivismo, la extravagancia, el glamour y la locura de aquellos días cuando el cine era nuevo y ya corrupto, son el corazón de El crepúsculo de los dioses, un tributo extraño y amargo a la gloria desaparecida. "Soy grande", dice Norma Desmond, "son las imágenes las que se hicieron más pequeñas". (Cuando un Erich von Stroheim más viejo, pero aún con monóculo, voló de París a Hollywood, escenario de sus esplendores y derrotas como director, para aparecer en El crepúsculo de los dioses, fue recibido por Billy Wilder: "Nos sentimos honrados de tenerle con nosotros... Siempre he admirado sus grandes películas. Usted se adelantó diez años a su tiempo". "Se equivoca: veinte años").

    Swanson, con los ojos brillantes, se aferra a su papel de regreso casi como si fuera Salomé. William Holden hace la mejor interpretación de la película; su escritor, decente, encantador y cínico, se ve atrapado al principio por la curiosidad y la fascinación, luego por su debilidad y, por último, por su humanidad (intenta marcharse, pero Norma intenta suicidarse). Cuando, en una mezcla de compasión y culpabilidad, hace el amor con la vieja loca y exigente, expresa una náusea tan aguda que casi podemos perdonar a Holden su carrera durante la última década: este hombre conoce todo el autodesprecio de la prostitución. Con Cecil B. DeMille, Hedda Hopper, Jack Webb, Fred Clark, Lloyd Gough. Premio de la Academia Mejor historia y guión (Brackett, Wilder y D. M. Marshman, Jr.).





PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EL HALCÓN MALTÉS” (1941) John Huston

 



     El papel más apasionante de Humphrey Bogart fue el de Sam Spade, esa ambigua mezcla de avaricia y honor, sexualidad y miedo, que dio una nueva dimensión al género policíaco. Esta primera película del guionista y director John Huston le hizo famoso, y muchos de nosotros pensamos que sigue siendo la mejor. Es un equivalente visual casi perfecto del thriller de Dashiell Hammett: Huston utilizó el diseño de la trama y el diálogo esencial de Hammett en una dirección dura y precisa, que saca a relucir unos personajes tan despiadados y codiciosos que resultan cómicos. Es, y esto es raro en las películas americanas, una obra de entretenimiento que está tan hábilmente construida que, después de muchos años y muchos visionados, tiene la misma explosividad quebradiza, e incluso algo de la misma sorpresa, que tenía en 1941. Bogart está respaldado por un reparto impecablemente "correcto": Sydney Greenstreet como Casper Gutman, Mary Astor como Brigid O'Shaughnessy, Peter Lorre como Joel Cairo, Gladys George como Iva, Elisha Cook, Jr. como Wilmer el el pistolero, Jerome Cowan como Miles Archer, Lee Patrick como Effie, y Ward Bond y Barton MacLane como los policías.

    La Warner Brothers no se arriesgaba demasiado con Huston, ya habían sacado provecho de El halcón maltés, que habían rodado en 1931 y de nuevo en 1936 (como Satan Met a Lady con Bette Davis en el papel de Brigid). Huston era lo bastante buen guionista como para ver que Hammett ya había escrito el guión, y tuvo el ingenio de no suavizar el personaje de Sam Spade. Bogart lo interpretó tal y como lo había escrito Hammett, y Hammett no era sentimental con los detectives: eran policías que que iban por libre, es decir, que habían espabilado y se habían vuelto más abiertamente mercenarios y corruptos. En El halcón maltés Spade es un solitario que se sirve de gente sencilla y agradable, un hombre que se pone a prueba constantemente, que no quiere que le toquen, que disfruta golpeando a Joel Cairo y humillando a Wilmer, un hombre obsesivamente antihomosexual.

     Un defecto menor: la espantosa música de Warners, que sube y baja para llamar nuestra atención sobre el gran discurso "No lo haré porque todo lo que hay en mí quiere hacerlo" al final, casi mata la escena. Y un lamento: que Huston no retuviera (o no pudiera) retener la escena final de Hammett, cuando Effie se da cuenta de lo bastardo que Spade es. Pero quizá la ausencia de esa escena final sea parte de lo que hizo de la película un éxito: Huston, al rodar el material desde el punto de vista de Spade, hace posible que el público disfrute de las victorias mezquinas y sádicas de Spade, y su sensación de triunfo al demostrar que es más duro que nadie. Spade se dejó como una figura romántica, aunque está a pocos pasos del psicópata "Nadie le ha hecho nunca nada a Fred C. Dobbs" de El tesoro de Sierra Madre, que fue un fracaso de taquilla, tal vez porque el público se vio obligado a ver lo que había dentro de su héroe.





PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: "EL GENERAL DE LA ROVERE" (1959) Roberto Rossellini

 


     Los grandes líderes se han convertido a menudo en hombres de confianza que trabajan a una escala gigantesca. El general de la Rovere nos da la imagen inversa: un pequeño estafador que se convierte en líder entre los hombres. Esta producción encierra algunas ironías notables: es la película más premiada en muchos años de Roberto Rossellini, y proporciona el mejor papel de su carrera a Vittorio De Sica, quien, como actor, cobra uno de los mejores sueldos del mundo (hasta tres mil dólares al día por presentar su magnificencia cortesana ante la cámara) y que alcanza aquí una nueva cumbre interpretativa con este papel que, con toda probabilidad, interpretó gratuitamente para contribuir al regreso de Rossellini. El general de la Rovere, que se llevó el gran premio en los festivales de Venecia y San Francisco, es una película memorable; pero permanece en la mente no por la dirección de Rossellini, sino por la interpretación de De Sica.

     El general de la Rovere está ambientada en Génova en 1943. De Sica es un gorrón de poca monta con las clásicas maneras de un estafador; los alemanes le inducen a hacerse pasar por un general de la Resistencia al que han fusilado sin querer, y le envían a una prisión para que les saque información. Pero el mezquino delincuente, que se odia a sí mismo, experimenta por primera vez el respeto y la admiración, incluso el temor de otros hombres, y llega a ser tan grande como el hombre al que suplanta. La máscara ha moldeado al hombre, y los nazis deben destruir su propia creación.

     El papel no parece haber sido escrito con gran profundidad, pero es interpretado como si lo hubiera sido. Algunos datos sobre la carrera de De Sica pueden ayudar a a explicar cómo desarrolló la intuición para esta extraordinaria transformación del personaje. De Sica apareció por primera vez en el cine en 1913, a los doce años, como el niño Clemenceau en la película italiana Clemenceau; durante la Primera Guerra Mundial recorrió hospitales de heridos con un grupo de cantantes aficionados napolitanos. Más tarde, en un intento de hacer una carrera respetable y asentada, se licenció en contabilidad en la Universidad de Roma. Pero tras el servicio militar, se lanzó a los escenarios y en los años veinte se hizo popular como estrella de comedias musicales; en 1928 ya aparecía en películas. Si ha visto alguna de sus docenas de películas musicales, es probable que se haya quedado deslumbrado por su encantadora voz y su estilo de comedia romántica ligera. En 1939, disgustado por la ineptitud de los directores con los que trabajaba, decidió dirigir por sí mismo; sus primeros esfuerzos fueron comedias ligeras de gran éxito, pero su primera película realmente importante (y su primera colaboración con Cesare Zavattini), Los niños nos miran, fue un fracaso financiero.

     Durante la ocupación alemana, De Sica estuvo, de hecho, involucrado en un
juego de confianza. Se salvó haciendo películas para los nazis, una película religiosa sobre enfermos que viajaban al santuario de Loreto en busca de milagros. Consiguió mantener este proyecto durante dos años, a veces con hasta tres mil personas refugiándose con él en la Basílica de San Pablo, donde había construido una réplica de Loreto. En cuanto los Aliados tomaron el poder, completó la película en una semana. La Iglesia, indignada con la forma en que estos miles se habían comportado dentro de los santos recintos, no se apaciguó con la película, Las puertas del cielo, en la que, como dijo De Sica: "El milagro que había sido invocado no tuvo lugar, pero la resignación con que los enfermos se manifestaban me pareció el verdadero milagro". Las puertas del cielo fue suprimida.

     Después de la guerra realizó su primera gran obra, El limpiabotas (que, por un error, ayudó a cimentar la reputación de Rossellini, pues cuando Rossellini obtuvo un gran éxito con Roma, ciudad abierta, al llegar a los Estados Unidos, Life y gran parte de la prensa norteamericana le atribuyeron El limpiabotas a Rossellini), y le siguieron El ladrón de bicicletas, Milagro en Milán y Umberto D. De Sica es un hombre que es conocido por dilapidar diez mil dólares en las mesas de juego noche tras noche; también ha realizado películas que los jurados internacionales consideran de las mejores de todos los tiempos, y ha pagado por ellas, y pagadas por él mismo. Quizás esta fantástica trayectoria y carácter sirve para hacernos comprender su evolución de gusano a General.

     El general de la Rovere se realizó con un presupuesto reducido y se rodó y editó en seis semanas (en Hollywood ese es el esquema de una serie b). Curiosamente, su principal defecto es que es demasiado larga: los guionistas no descubren su mejor material hasta que es demasiado tarde para la historia. En sus mejores momentos, y los más originales, es una divertida comedia negra: el estafador, maltrecho y sangrando por la tortura, llora sentimentalmente sobre una fotografía de los hijos del verdadero General, una escena tan insoportablemente cómica como las escenas de tortura casi surrealistas de Barrera siniestra, la novela de Nabokov sobre los nazis.

    En cierto sentido, el regreso de Rossellini es también un retroceso. Las composiciones, las agrupaciones de actores, las ideas y el entorno son como una reedición de Roma, ciudad abierta; pero la crudeza y la inmediatez han desaparecido. Los rostros son actorales y a menudo poco interesantes; los decorados son obviamente decorados. El neorrealismo italiano se asocia tanto con el periodo de la guerra y la posguerra en que surgió que mucha gente ha aplaudido El general de la Rovere como una vuelta a la fuente creativa. Pero esta puesta en escena de 1959 de las actividades de los partisanos en la Segunda Guerra Mundial no es más neorrealista que una reposición de la Guerra de las Rosas. Con Hannes Messemer, Sandra Milo, Giovanna Ralli, Anne Vernon.




PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO” (1984) Jim Jarmusch

  (Obviamente no comparto su opinión, es la película que cambió mi forma de ver el cine, pero es tan transparente en sus odios, en sus limi...